El trato discriminatorio, en general, incluyendo la discriminación de precios, está contemplado como una práctica monopolística relativa en el artículo 12 inciso h) de la Ley de Promoción de la Competencia y Defensa Efectiva del Consumidor que dice: “La imposición de diferentes precios o diferentes condiciones de compra o venta para compradores o vendedores situados en igualdad de condiciones.”
Este inciso debería tener la siguiente frase adicional “…cuando coloque a uno de ellos, de manera injustificada, en desventaja frente a los demás competidores.”
Las conductas contenidas en el artículo 12 se presumen legales y en muchos casos generan eficiencias y/o ayudan a evitar problemas que pueden afectar la competencia o distorsionar el mercado, como puede ser el problema de la doble marginalización o los “free riders”.
Para que exista una práctica monopolística relativa es necesario que la conducta sea desplegada por un agente económico que tenga poder sustancial en el mercado relevante, que los hechos configuren alguna de las conductas contempladas en el artículo 12 de la ley y que los efectos netos de la conducta sean anticompetitivos.
En el caso del trato discriminatorio, no toda diferencia en los términos y condiciones de un contrato debe considerarse como discriminatorio. A menudo encontramos diferencias en el precio ofrecido a diferentes clientes generadas por descuentos otorgados en virtud de del volumen o cantidad de unidades que se compran, o en virtud de que el pago se hace de contado, o bien porque un cliente se compromete a contribuir en alguna promoción del producto. Pero además, las negociaciones entre las partes contratantes a menudo sirven para identificar las sinergias que pueden generarse entre ellas; y no siempre es posible realizar con otro cliente o con otro proveedor. Sería un error pensar que la ley exige que las condiciones más favorables ofrecidas a un cliente que aporta algún elemento nuevo a la relación deben ofrecerse a todos los demás clientes. Ninguno de los escenarios anteriores constituye una práctica monopolística relativa, aunque sea realizada por un agente económico que tenga poder sustancial en el mercado relevante. Simplemente en ninguno de los casos se configura la conducta contemplada en el inciso h. del artículo 12, porque los elementos mencionados hacen que los clientes no estén situados en igualdad de condiciones. Esto por supuesto, debe ser demostrable por el agente económico en caso de ser investigado por la autoridad de competencia.
La pregunta entonces es sí estando en igualdad de condiciones, el trato discriminatorio constituye siempre una práctica monopolística relativa. Si no se permite la discriminación de precios, los agentes económicos con poder sustancial tendrían que ofrecer un solo precio, un precio uniforme para todos sus clientes. Entre ofrecer un precio monopolista y ofrecer un precio competitivo (igual al costo marginal) el agente económico escogerá siempre el primero, aunque venda menor cantidad de unidades. Es un error pensar que el monopolista discrimina en precio hacia arriba en la curva de la demanda. El monopolista optimiza sus utilidades vendiendo al precio monopolista y luego intentará vender unidades adicionales a los clientes que solamente estén dispuestos a pagar un precio menor (es una situación similar a la falacia del celofán). Obviamente esto requiere que no haya transparencia en el mercado (que los precios no sean visibles para todos los clientes) y que los clientes que compran a precios más bajos no tengan posibilidad de revender el producto a los clientes que han pagado un precio mayor. Así, los clientes que no estaban dispuestos a pagar el precio supracompetitivo tendrán accesos al producto gracias a la posibilidad que tiene el monopolista de discriminar precio. Con esto la cantidad ofrecida por el monopolista aumenta, lo que implica un mejor uso de los recursos disponibles (su capacidad instalada y empleo adicional). Sin la discriminación de precios, estos clientes no tendrían acceso al producto y tendrán que buscar sustitutos menos idóneos.
Si la autoridad de competencia detecta este caso y prohíbe la discriminación de precios es un error pensar que el monopolista venderá a todos sus clientes a un precio igual al menor precio ofrecido. Lo que ocurrirá es que el monopolista dejará de vender a los clientes que compraban a precio más bajo y volverá a un precio uniforme igual al precio monopolista. Podría pensarse que esto puede genera los efectos anticompetitivos que pretende evitar la norma si con la discriminación de precios un cliente puede comprar el producto a un menor precio y con ello queda en mejor condición que sus competidores, a quienes podría desplazar del mercado como resultado de esa ventaja. ¿Pero cuál agente económico podría estar interesado en ofrecer condiciones tanto más favorables a un cliente si con ello puede perjudicar y eventualmente perder a otros clientes que están dispuestos a pagar un precio más alto por sus productos?
La discriminación de precios generalmente genera un aumento en la cantidad producida y con ello un incremento en el bienestar general trasladable al consumidor en forma de mejores precios. El efecto neto de esta conducta suele ser procompetitivo; y si ese es el caso la discriminación de precios no debería ser considerada una práctica monopolística relativa, aun cuando sea realizada por un agente económico con poder sustancial en el mercado relevante (claro que sin algún grado de poder sustancial ningún agente económico podría discriminar en precio porque estaría vendiendo a un precio igual a su costo marginal e incurriría en pérdidas si vendiera a un precio menor).
Edgar Odio
Socio Facio&Cañas